lunes, 9 de octubre de 2017

El Buda de Junín





La suerte no es para todos. Lo ha dicho en la televisión un hombre con acento español, justo después de contar la noticia de una mujer que ganó por segunda vez en su vida el premio gordo de la lotería.


La suerte no es para todos, se repitió Helena en voz baja, y casi sin mover los labios, mientras acomodaba minuciosamente la carpetita de crochet que adorna su televisor. Imaginó la vida después de ganar la lotería. Hizo cuentas y pagó deudas en su mente. Compró una casa grande, viajó a conocer el mar y repartió dinero entre sus hijos. Compró un peluche del tamaño de una lavadora para su nieta y mandó cajas llenas de regalos para sus hermanas que viven tan lejos. ¡Qué suerte tiene esa española! ¿Dos loterías? Cuando se ha tenido poco es difícil imaginar cómo gastar tanto dinero.


Helena apagó el televisor y caminó hasta la mesa de la cocina. Abrió su cuaderno de hojas dobladas y revisó los números que tenía ahí anotados. Se puso las gafas y mojó uno de sus dedos con la lengua para ayudarse a pasar las hojas. Ocho cuarenta y dos, nueve veintisiete, tres sesenta y tres, —un número bonito, pensó—, ocho cincuenta y uno, cuatro veintidós. Hizo las cuentas que sólo ella entiende y anotó en un papelito: cero sesenta y siete. Era un número de viernes.


Desde niña Helena sueña con tener su propio dinero. Una familia campesina con ocho hermanos, ella en el medio, nunca fue lugar para tener algo suyo. Ropa usada, zapatos andados y juguetes gastados por otros. Libros que ya habían sido rayados y arrugados por los más grandes y la decisión, que no fue tomada por ella, de ir a la escuela sólo hasta quinto de primaria. De su sueño de ser enfermera no había quedado nada, aunque pasó muchos días de su adolescencia en el hospital del pueblo, junto a las enfermeras, mirando cómo se hacía una sutura, cómo se lavaba una herida, cómo se ponía una inyección.


A los dieciséis se enamoró de un músico que llegó al pueblo. Nunca había visto nada igual, nunca volvió a sentir nada igual. Él venía de la costa y le contó cómo eran las noches al lado del mar. Le habló de la brisa y esa sensación de inmensidad cuando parece que al fondo, muy lejos, se juntan la tierra y el cielo. De las estrellas fugaces, de los barcos que se demoran meses para llegar al puerto, de los peces que pueden traer números marcados en sus escamas.


Fue una semana la que pasó Jacinto en el pueblo. La mejor semana en la vida de Helena, piensa cuarenta años después. El miedo la hizo rechazar la propuesta de irse juntos de correría, pasar las fiestas de agosto en San Bernardo, el pueblo de Jacinto, ser su compañera de viaje y pasar muchos días junto al mar. Pero ir de fiesta en fiesta no era la idea que ella tenía para su vida. Tentó la suerte por primera vez: si Jacinto regresaba el año siguiente, aceptaría el destino y se iría con él para siempre.


Pero a sus 56 Helena está casada con José. Un tipo trabajador, más bien callado, al que conoció en la época en que él manejaba un camión. El día que se casaron hubo bendición y una fiesta corta porque al otro día madrugaban para la ciudad, donde los esperaba la casa en la que viven hace más de treinta años. Tres habitaciones, una cocina, un baño y un solar, lo suficiente para una familia a la que se sumaron tres hijos y luego una nieta, hija de Patricia, la mayor, que nunca estudió ni se casó.


En la casa de Helena todos hablan poco. Pasan en la calle todo el tiempo que pueden y comen frente al televisor. José sale a las seis de la mañana para el trabajo y regresa a las diez de la noche. Come y se duerme. Si Helena necesita decirle algo, le deja una nota debajo del tarro del café: “me hacen falta unos zapatos nuevos”. La respuesta, junto al dinero para comprar el mercadito diario, son treinta mil pesos más, que Helena encuentra al levantarse.


Han sido años de notas en esa repisa de tarritos alineados, todos iguales, de plástico rojo y tapa blanca. Al principio había palabras de regreso, a veces hasta algún te quiero. Con el paso del tiempo, sólo fue quedando un monólogo escrito en pedacitos de papel recortados de un cuaderno de hojas rayadas. Se acabó el aceite, pidieron una cuota extra en el colegio, hay que comprar los traídos del Niño Dios.


Helena ya no recuerda cuándo fue la primera vez que jugó un chance, una de esas pequeñas apuestas que se juegan por las loterías diarias. Tal vez fue cuando José la hizo esperar casi un mes para dejar junto al tarro del café la plata que necesitaba para comprarse unas gafas nuevas. Lo que sabe, con certeza, es que todos los días le quita mil pesos a la compra para hacer su apuesta. Con el chance hay más posibilidades aunque los premios sean más pequeños. La lotería, dicen, es un juego imposible.


Desde entonces empezó a buscar los números. Comenzó jugando las fechas de nacimiento de sus hijos, el día de la Virgen del Carmen, la placa del primer carro que viera en la mañana, el año en que Jacinto pasó por su pueblo. A sus combinaciones personales empezó a sumar las que recomendaban los expertos como el Hermano Peter, facultado por los dones de Dios para sanar, retirar enemigos, componer la suerte y solucionar problemas, según dice la voz oficial de su programa radial de todas las tardes.


Aprendió a hacer cálculos y a reconocer los números más indicados según los signos zodiacales. Empezó a anotarlo todo en un cuaderno que se fue llenando de números, los que han caído y los que quizás caerán. Supo, por ejemplo, que el dieciocho cuarenta y cinco, el doce doce, el diecinueve cuarenta y cinco, son llamados los números del pueblo y por eso nunca los juega. Se hizo experta y muchos de sus conocidos empezaron a consultarle qué número jugar. Comenzó a recomendar combinaciones ganadoras, a jugar todos los días, varios números, varias veces al día.


Pero Helena nunca ha ganado, le ha pasado algo siempre que ha tenido el número ganador, como el día que no alcanzó a jugar porque la misa fue más larga de lo habitual, o como el día que estaba lejos de su casa y llamó a la vendedora del chance —Gloria, su amiga, la de confianza— y le dictó varios números para que le jugara. Pasada la hora buscó los resultados: ocho cincuenta y uno era el ganador. ¡Por fin! Estaba en la lista de los dictados. Había apostado una buena cifra y el premio era grande. Llamó a su amiga para confirmar y celebrar, pero al otro lado del teléfono estaba la suerte otra vez esquiva: “Helena, ese número no lo jugaste”. Por eso no le gusta jugar el chance cuando Gloria está ocupada. No se concentra. Esta vez jugó todos los números dictados menos el ganador.


Era viernes y Helena tenía en la mano el papelito con el cero sesenta y siete anotado con tinta azul. Revisó que las ventanas estuvieran cerradas, tapó las ollas, apagó la vela dorada junto a Lakhsmi, la diosa de la fortuna. Salió de la casa, cerró la puerta, se dio la bendición y caminó las cuatro cuadras empinadas que andaba todos los días para jugar el chance. Decidió jugar esta vez en el centro y mientras esperaba el bus imaginó de nuevo qué haría si por fin se ganara el premio que ha buscado durante tanto tiempo. Conocer el mar, ese era el único plan. Se subió al bus y se sentó junto a la ventana. ¿Por qué no dejarlo todo? Los hijos ya están grandes y José podría arreglárselas solo. ¿Por qué no pensar en hacer, por fin, algo por ella y para ella? Podría irse al terminal, tomar un bus hacia San Bernardo, buscar un trabajo allá, pasar las tardes mirando el mar. Podría escribir una carta para su familia y mandarla desde allá. ¿Por qué no?


Se bajó del bus en la calle de siempre. Miró las mismas vitrinas, los mismos maniquíes, la misma ropa colorida. Paró a ver unos zapatos, preguntó por ellos, cincuenta mil pesos. Siguió caminando y dos almacenes más allá encontró algo que nunca había visto: una urna de vidrio con una imagen adentro. “El Buda de Junín”, decía en un cartel escrito a mano. Era un Buda dorado, brillante, muy sonriente, sentado, como flotando, sobre una nube de billetes. “A cambio de un billete de dos mil pesos, Buda le da el número ganador”. No había nada que perder. Helena buscó en la bolsita negra que llevaba en la mano, sacó un billete, lo enrolló y lo metió en la urna. El representante de Buda, un señor vestido con una camisa blanca y una cadena dorada, le entregó un sobre pequeñito. Dentro de él había un número de cuatro cifras: cero, cero, seis, siete. De matemáticas sabía poco, pero había oído siempre la expresión del cero a la izquierda. Ella, incluso, muchas veces se sintió así.


Buscó entonces una oficina de apuestas que estuviera cerca y allá, donde nadie la conocía, jugó el mismo número que llevaba anotado en su papelito, con el cero a la izquierda que le agregó el Buda de Junín. Con los números de cuatro cifras, si se juega directo, es decir, en un solo orden, un chance paga cuatro mil quinientos pesos por cada peso apostado. La probabilidad: una entre diez mil. Helena prefería los números de tres cifras, pero este viernes era diferente. Jugó cuatro mil pesos a un número de cuatro cifras.


Se quedó en el centro hasta que fuera la hora de jugar la Lotería. Caminó entre almacenes y entró a una cafetería. Pidió una hoja y un lapicero y se sentó a escribir la carta que le enviaría a su familia si se ganaba el chance. Empezó por decirles que los quería. Luego les pidió que no la interpretaran mal y les explicó que no se iba por falta de amor, sino por el deseo de cumplir un viejo sueño. Les habló de la suerte y lo que decía el Hermano Peter sobre el dinero: que si llega es para disfrutar la vida, para gastárselo, para conocer nuevos lugares. Les pidió que no la esperaran, no dijo nada sobre su regreso y, por último, les escribió una pequeña bendición.


Cuando iba llegando la hora del sorteo se fue al edificio de la Lotería. Allá hay una ventana grande y la gente se asoma para mirar. Algunos con la esperanza de ganar, otros simplemente con la curiosidad de ver los números ganadores. Luces y cámaras de televisión, una presentadora flaca y bien maquillada, cinco columnas de madera y sobre cada una de ellas un globo de cristal lleno de balotas blancas. La suerte no es para todos, recordó Helena las palabras del español.


Helena tenía tres papelitos en la mano izquierda: el que escribió en su casa, el que recibió del Buda y el comprobante que le dieron en la oficina de apuestas. “Buenas noches apreciado público apostador, bienvenidos al sorteo cuarenta y tres cincuenta y ocho de su Lotería Ganadora—dice la presentadora mirando a la cámara—. En presencia de las autoridades empezamos el sorteo del premio mayor. Todas las balotas que juegan esta noche han sido previamente pesadas y verificadas”. Con la frente pegada al vidrio y la mano manchada por la tinta azul, Helena vio desde el andén el momento en que las balotas empezaron a saltar en las tómbolas de cristal. “Mucha atención que el número ganador es el cero, cero, seis, siete de la serie ciento ochenta y tres. Repito, el número ganador del premio mayor es el cero, cero, seis, siete de la serie ciento ochenta y tres”, dijo la mujer flaca y bien maquillada.


Algunos aplaudieron, todos se fueron, pero Helena estaba allí, sentada en un andén del centro de la ciudad, con el número ganador, por fin, el número ganador. Estuvo en silencio un rato largo, sintió ganas de llorar, pero se contuvo. El triunfo era una sensación desconocida para ella. ¿Qué hace la gente cuando gana? Miró de nuevo el papel del chance, cuadrado, blanco, ya arrugado, con esos números pequeñitos, tan difíciles de leer sin gafas. Preguntó la hora a un hombre que pasaba, tenía tiempo para reclamar su premio. Era de noche, no hacía frío ni calor, no tenía una maleta para irse de viaje ni un bolso para guardar el dinero que podía reclamar ya mismo. La suerte no es para todos, pensó por tercera vez en ese mismo día. Con la sensación de estar al fin en ese círculo selecto de los afortunados, Helena quiso que éste fuera, como había oído en la radio, el primer día del resto de su vida.


Sin pensarlo más, volvió a la oficina de apuestas de Junín y reclamó el dinero. Regresó donde su querido Buda, dorado y sonriente, enrolló un billete de veinte mil pesos y lo depositó en la urna. El almacén de zapatos estaba a punto de cerrar, pero alcanzó a comprarse los que había visto más temprano y, además, un par de sandalias. Tomó un taxi hacia el terminal de transportes. Buscó las taquillas que ofrecían viajes hacia la costa y preguntó cómo llegar a San Bernardo. Sería un viaje largo y, además, tendría que esperar dos horas hasta que saliera el próximo bus. No hay afán para quien lleva toda la vida esperando.


Helena se sentó en una cafetería de sillas anaranjadas. Pidió un café con leche y le puso dos cucharadas de azúcar. Recordó el día que llegó con José después del matrimonio. Estaba cansada, despeinada, pero contenta ser ahora una señora, una señora de diecisiete años. Tal vez ese día quería también que fuera el primer día del resto de su vida. Pensó en esa frase y su sentido, le pareció que era tonta pero ya no importaba. Estaba sola, tenía dinero en el bolsillo, un tiquete de bus que la llevaría a conocer el mar y una carta para su familia. Sacó la carta, la leyó, quiso volver a escribirla, decir algo mejor, pero ella escribía despacio y no tendría tiempo de terminarla antes de que fuera la hora de subirse al bus.


Era el momento de abordar. Helena, parada frente a la salida hacia los buses con un pasaje para San Bernardo, se vio por un momento regresando a su casa, en silencio, anotando en su cuaderno el número del día, prendiendo el fogón para calentar la comida de José.  



Octubre 16 de 2015

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