jueves, 4 de mayo de 2017

Una promesa muerta



Si a los veintinueve no has escrito algo que valga la pena, empiezas a ser una promesa muerta. Esa fue la frase que martilló en mi cabeza un profesor de Literatura, y que recuerdo cada vez que pienso en las personas que siguen esperando al escritor que aún no soy.

Voy en el metro, de pie, mirando a veces por la ventana. Una señora gordita busca algo en el fondo de su cartera. Un señor de corbata mira el tatuaje de una chica que tiene al frente. Una niña de trenzas despeinadas intenta sostenerse sin agarrarse de nada. Pienso por un momento en mi sobrina y la imagino con su sombrero grande y sus cachetes colorados, intentando hacer un castillo en la arena y corriendo para que las olas no la alcancen. Me pregunto si habrá extrañado a su pez, que está ahora en mi casa mientras terminan las vacaciones.

Decido bajarme en el centro. Allí la vida hierve, dicen. Compro un mango con sal. Me siento en la banca de un parque. Veo dos perros jugando, un vendedor de minutos que se hace el que no oye la conversación de su cliente, un taxista que pita en el semáforo, una mujer que llena una sopa de letras con un resaltador naranja.

Camino un poco y entro a una iglesia. Una mujer susurra el rosario ante la imagen de la Virgen del Carmen y un señor mayor, con un periódico enrollado entre sus manos, agacha la cabeza como queriendo esconder lo mojado de sus ojos. Pienso cuándo fue la última vez que lloré y me pregunto qué queda de aquel llanto. Soy un intruso en medio de tanto silencio.

Camino dos calles más y me encuentro un grupo de “harekrishnas” que lo inundan todo con su olor, sus campanas y sus mantas de color durazno. Una señora se abre paso entre ellos, caminando rápido con una radiografía en la mano. Un adolescente los mira mientras le pone guacamole a una empanada y a su lado una chica de uniforme sonríe mirando la pantalla de su celular. Han pasado dos horas y mi libreta sigue en el bolsillo. Empiezo a ser una promesa muerta.


Regreso a casa, abro la nevera, saco la olla del arroz y las gotas para los ojos. Prendo la luz de la sala y lo encuentro allí, tan pesado como nunca imaginé que podría ser, tan pálido, tumbado sobre las piedras de colores de su pecera diminuta. Me quedo mirándolo un rato. De camino al baño me detengo. Naranjito merece un funeral. Lo llevo de nuevo a la mesa donde permaneció los últimos seis días y decido que mañana lo pondré entre la tierra del cactus que está en el balcón.

Recuerdo a la niña que trataba de sostenerse en el metro, a la mujer del resaltador naranja, al señor con sus lágrimas y su periódico enrollado. Pienso en los días que pasan sin siquiera avisarnos que seguimos vivos. Miro la pecera, me detengo a ver el agua que ya no es transparente. Imagino cómo sería morir solo en mi pequeña bomba de cristal. Busco un lápiz que no tenga la punta redonda y la libreta que aún permanece en mi bolsillo. En la primera página, despacio, escribo: Un pececito ha muerto y tú aún no lo sabes. Afuera una mujer camina por el andén, jalada por su perro, y un niño cruza la calle sin mirar a los dos lados.

Febrero 13 de 2017